2021-02-21

Epifania

Areli Ricaño Tapia

Nadie sabe lo bonito que es mi trabajo. Vivo y todos me creen muerta. La mayoría me tiene miedo, pero la verdad es que paso los días y las noches llevándome a las almas a un lugar más divertido y colorido, en el que disfrutan en completa libertad los beneficios de la existencia. Acá todas las almas ríen, juegan, se reencuentran, bailan y se enamoran. Es lo que ellos desconocen, por eso lloran cuando toco a su puerta. Si supieran lo que hay después de la vida, estarían siempre felices de verme. Además, tengo un sentido del humor agudo y peculiar. Cuando me conocen se dan cuenta que soy inofensiva y definitivamente no tan fea como a veces me dibujan. Se asombran al ver mis vestidos, tengo varios, pero el que más me gusta es uno de color rosa encendido que acompaño con un par de guantes morados y un sombrero negro de plumas. Siempre sonrío al llegar para que se les quite la desconfianza y cuando estoy de muy buen humor hasta les cuento algún chiste. Aunque soy más vieja que el mundo mismo, voy y vengo, de aquí para allá, de norte a sur, de una casa a otra, llevándome a quien ya terminó con su ciclo y tiene que comenzar otro.

Hoy es un día especial, reviso mi lista y entre todos los nombres encuentro el de Adolfo. Si, ya es hora, tiene noventa y tres años y aunque está sano y correoso ya está cansado. Él me cae muy bien porque cuando llega noviembre les pide a sus hijos y nietos que preparen una gran ofrenda para todos sus muertos. Me llevé a su esposa hace veinte años y a su hermano menor hace dos. Adolfo nunca llora, es de las pocas personas que me presiente. Es un alma tan pura que cuando llego sonríe mostrando los pocos dientes que le quedan.

Tiene doce nietos, de todas las edades, y dos bisnietos que acaban de llegar a este mundo. Corren, hablan, juegan y él los mira feliz. A los más pequeños siempre los tiene entretenidos con sus cuentos de la revolución y de lo que vivió como caudillo.

 Cada vez que abre los ojos por la mañana me dice mi Catrina, gracias por dejarme un día más, qué buena has sido conmigo, cuando llegues te voy a abrazar porque sé que veré a mi adorada Epifania, que me espera con tanto amor. Aún la ama tanto como cuando la conoció, por eso ella viene a visitarlo muy seguido en sus sueños.

He venido a su ranchito muchas veces y me gusta quedarme más de lo que debo. Me siento a su lado, en la mecedora que era de Epifania, y contemplamos juntos los árboles y el arroyo que atraviesa su propiedad.

Es 1 de noviembre, y como siempre, hay una habitación especial llena de adornos, de panes, leche, tequilita, tamales, mole, agua y juguetitos para los santos inocentes y esas calaveritas de azúcar que se parecen a mí. Tengo que llevármelo temprano, pero he decidido hacerlo hasta la noche, para que disfrute a su familia que año con año se reúne en el rancho para llevar las fotos de la abuela, el tío, los sobrinos, los primos y hasta de Peluso, el perro de la familia que tanto extrañan porque fue el más leal entre todos.

Se organizan y llevan tres camionetas para irse todos al panteón a visitar las tumbas y llevar las flores amarillas que también dejan en la ofrenda para adornar junto a varias velas que nos hacen mucho más fácil encontrar el camino y sobre todo, esas delicias que todos disfrutamos, porque sí, los familiares fallecidos vienen sin falta a cumplir su papel de invitados de honor ¡Y vaya que les encanta! Nunca nos olviden, brindan con cada trago.

Adolfo se ve agotado pero feliz. Sabe que estoy aquí. Toqué su mano y de inmediato volteó a verme y me dijo ya sé que eres tú mi Catrina. Su pequeña nieta le preguntó con quién hablaba pero él le acarició la cabecita y le dijo que la quería mucho, su nietecita lo abrazó fuerte y le dijo, eres el mejor abuelito del mundo papá Ofo.

Llegamos al cementerio y dos de sus hijos comenzaron a cantar acompañados con su guitarra, mientras las nueras  y sus cuatro hijas colocaban las flores y quitaban las hojas que el otoño había desprendido de los enormes fresnos. En esta familia me siento bien recibida. Adolfo se ha encargado de hacerles saber que morir no es malo, que es un paso para alcanzar la dicha infinita y que al final, las almas estarán juntas eternamente. Y tiene razón, ese don Adolfo es todo un conocedor de la vida y la muerte.

Regresamos a la casa, ya es tarde, el sol se está ocultando y se está acercando la hora de Adolfo. Al día siguiente todos volverán porque es el segundo día de fiesta, es el turno de los difuntos mayores. Se despiden entre risas y besos y la pequeña casa queda nuevamente en silencio. Adolfo se sirve un poco de tequila y enciende un cigarro. Deja el resto en la ofrenda porque su hermano fumaba mucho. Sale al patio y se sienta en la mecedora, cierra los ojos y se pone en mis manos. Veo su rostro lleno de arrugas que resplandece; lo tomo con suavidad y nos vamos juntos.

Epifania está más bella que nunca, con su cabello largo, cano y ondulado, su piel fresca y su mirada transparente. Abre los brazos de par en par y Adolfo se funde en un gran abrazo con ella; amor eterno. Yo los observo y sonrío satisfecha, esta es la más pura recompensa que recibo por lo que hago.

Nan Fe's Art, Digital, 2018
Blood Lunar, Nan Fe's Art, Digital, 2018


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