2013-01-17

El vagabundo

Marta Abelló Saura

El día de su cumpleaños, Vincent se acercó sigilosamente a la puerta trasera y, asegurándose de que nadie le veía, entró en el cine. La sala aún despedía el calor de los últimos espectadores y se sintió mucho mejor. Ni siquiera la oscuridad le atemorizó. Fue arrastrando su bolsa de deporte por el suelo enmoquetado mientras se dirigía hacia las butacas superiores. Siempre a tientas, pues su vista no era ya muy buena. Se acomodó en uno de los aterciopelados asientos y puso en el de al lado su viejo e inseparable macuto. Abrió la cremallera y sacó una hamburguesa grasienta y una petaca llena de bourbon.
−Hoy pasarás la noche caliente, Vincent−. Se dijo sonriendo y masticando complacido lo que sería su cena de hoy. Miraba a su alrededor sintiéndose un poco pequeño y un poco intruso entre tantas filas y filas de butacas vacías y solitarias. Se encontraba intruso y solo, aunque prefería eso a verse abandonado otra noche más en una esquina; a sentirse de nuevo mendigo y a soportar la nevada que asolaba esos días la ciudad. Al acabar la hamburguesa, bebió un buen trago y pensó:
−Sería fantástico si pudiese ver ahora una buena película. Sí, señor, sería un buen regalo de cumpleaños.
Ese día nadie le había felicitado ni obsequiado con nada porque nadie tenía para hacerlo. Vivía solo desde que tenía uso de razón y no recordaba haber dormido nunca en una casa; siempre lo había hecho en chabolas, cabinas de camión abandonadas, o el siempre socorrido vestíbulo del metro. Nadie le esperaría hoy con alguna fiesta sorpresa, ni nadie le prepararía ninguna magnífica tarta con su nombre escrito en finos hilos de chocolate. Pero él era feliz a pesar de todo. Por lo menos, pensaba, estaba vivo, y siempre tenía algo que llevarse a la boca.
−¡Caramba, se me olvidaba!−. Exclamó en voz alta y sacó de su bolsa un pedazo de pastel de almendras que estaba envuelto en papel de aluminio; lo había conseguido en la parte de atrás de un restaurante, allí donde depositaban todos los desperdicios que nadie quería y eran aprovechables. Lo desenvolvió y le colocó encima una cerilla que encendió. Ya tenía tarta de aniversario, no podía quejarse. Entonces, cerró los ojos, pidió un deseo y sopló la triste vela que acababa de improvisar. Después de disfrutar del delicioso dulce, lo regó todo con más bourbon, quizás demasiado, ya que después de arroparse bien con su abrigo, se quedó completamente dormido.
 ***
−¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí, negro asqueroso?−. Gritó el acomodador acercándose. −¡Fuera de aquí!
Vincent se despertó sobresaltado. Cogió su bolsa y apretándola contra sí, se levantó del asiento.
−No hacía nada malo, señor−. Se defendió. −Sólo pretendía pasar la noche a cubierto. Yo no...
El acomodador sacó un revólver del 33 y le apuntó en la sien.
−Fuera, he dicho. No queremos basura en este local.
Vincent le miró a los ojos y pudo ver todo el odio del mundo condensado en aquellas pupilas azules. Fue entonces cuando empezó a reírse; una y otra vez, sin pausa: ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! Y un disparo, un sólo disparo de aquel revólver acabó con su vida haciéndole caer de bruces sobre el pasillo, encima de su inseparable bolsa de deportes con sus pocas pertenencias.
Barton, el acomodador, volvió a las taquillas para ordenar unos papeles. Cuando terminó, volvió a leer unos titulares del periódico que le habían enfurecido horas antes: "Un reciente estudio confirma la superioridad de la raza negra sobre la demás." Lanzó el diario a la estufa de carbón que ardía a su lado y masculló por lo bajo:
−Hoy en día no se dicen más que tonterías.
Las sirenas de la policía se acercaban despertando la oscura mañana, y se estremeció al oírlas. Volvió al patio de butacas y horrorizado comprobó que Vincent ya no estaba allí.

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