Macarena Muñoz Ramos
No, decapitarlos con un alambre del número ocho ya no me satisfacía.
Necesitaba más acción. Empezaba a aburrirme. Es que el vicio es más
fuerte que yo. Déjame que te explique cómo empezó todo. Fue cuando me
deshice de mi marido. Me hartó su manía de hacerme cosquillas todo el
tiempo. Por eso lo maté. ¿Qué si me dolió? Quizá. Tenía unas manos
preciosas y no pude rescatarlas. Él mismo se las destrozó cuando
intentaba escapar, ¿qué le vamos a hacer? Pero ahora las colecciono.
Tengo un par de tarros con formol llenos de ellas. Hay de todo tipo y
tamaños: de dedos largos o cortos, grandes como de obrero o finas como
de músico. Son mi delirio. ¿Los ojos? ¡Ah, los ojos! También los
conservo. Son mi pequeño capricho. Antes de marcharme a dormir, me gusta
contemplarlos: tengo el tarro en mi mesita de noche. ¿El resto? Queda
casi inservible. Es que aún no aprendo a hacer grandes disecciones. Así
que entierro los cuerpos de inmediato. Además, los vecinos son tan
curiosos. No es que me preocupe, pero siempre me pillan cuando llevo las
bolsas de plástico negro al jardín de atrás. Mi excusa favorita es la
postura ecológica tan de moda. Les explico que si entierro la basura
orgánica es para que sirva de abono a mis hermosas flores y plantas.
Aunque el verdadero festín es para mi Pólux y mi Cástor. Mi única
compañía. Mis criaturitas. Los consiento demasiado: corazón, lengua,
hígado. Sólo lo mejor para ellos. Y me lo agradecen con sensuales
ronroneos. Pero por hoy es suficiente. Aunque continúo con esa sensación
de aburrimiento. Estoy harta. Ayer pasé por una ferretería del centro.
Miré durante largo rato los escaparates. El ácido estaba rebajado.
También las sierras eléctricas. Tal vez mañana vuelva. Sería bueno
cambiar de método, ¿no crees?