2017-03-02

Secuencia tres

David Rubio Esquivel


Allí está ella, acariciándose el pelo. De acuerdo con los libros de psicología que he leído, eso sólo puede significar que espera a alguien, en realidad, poco o nada importa a quién; podría bien estar esperando sólo que alguien se acerque y le pregunté la hora, pero es lo de menos. Sólo quiere hacerse notar, como todos aquí.
Por eso cuando el joven llega y le besa la mejilla parece oportuno; toma por los hombros a la chica y le dice "qué gusto me da verte" (esto es lo que leo en sus labios a la distancia). Así es la juventud ahora y así ha sido siempre: van y se citan en lugares públicos con el fin de representar sus papeles, ya sea el de la chica que espera impaciente ver roto el hechizo del tiempo que parece cuajarse en los relojes cercanos o el del chico que observa cómo se desangran los relojes, dejando caer minutos como si se tratase de segundos, mientras corre a fin de llegar a tiempo al sitio pactado.
Ahora es cuando comienza la función, porque si algo permite el espectáculo que viven los seres humanos es el drama. Ni han empezado a entablar conversación cuando la chica ya comienza a reclamarle por el tiempo transcurrido entre que ella llegó y él se presentó. "¿Te das cuenta de la cantidad de cosas que pudieron pasar mientras llegabas?", lo regaña ella (y casi lo grita, puesto que me es innecesario hacer uso de mi lectura de labios). Él intenta replicar, pero para ella no hay pero que valga. No la conozco y, sin embargo, sé que la chica sólo estaba esperando esta falla nimia para terminar con él; el tipo de error que en los primeros meses de relación hubiese pasado desapercibido, pero que ahora condena al muchacho a regresar solo a casa.
La chica se va, dejando al muchacho en compañía de su soledad. El acto termina, la obra también. Entonces comienzo a buscar con la mirada un nuevo escenario, otra obra de teatro para ver.



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