2012-06-19

La oscura metamorfosis de las mariposas

Angélica Santa Olaya


Le aporrea las piernas con furia. Siente que su cuerpo crece centímetro a centímetro después de cada grito, de cada gemido. No quiere ver el rostro de la mujer. No quiere ver la boca torcida por el dolor. No quiere ver esa mirada que podría recordarle o revelarle a alguien conocido. Se concentra en los muslos y las nalgas que, “no son de quinceañera pero están bastante buenas todavía”. La tela del pantalón, por encima de la carne magullada, se empapa de sudor adhiriéndose a los glúteos heridos. La mujer no cesa de gritar y pedir una ayuda que nadie escucha. Su boca ensangrentada es un túnel oscuro y rugiente que traga los golpes y luego los vomita en coágulos de espanto. Los ojos, desorbitados, tratan de seguir los movimientos del grueso y pardo cuerpo del verdugo que se le figura una larva gigantesca. Todo esfuerzo por esquivar los golpes es inútil. La larva, furiosa, se arrastra hacia ella sofocada por los pensamientos que viajan a una velocidad mayor a la de los golpes. Acerca la mano, temblorosa de deseo, y le arranca el pantalón de una sola intención. La mujer enmudece por la sorpresa y se lleva las manos al sexo cubierto aún por la pantaleta. El tolete se pasea con lentitud y malicia entre sus piernas obligándola a abrirlas y tocando la puerta de su sexo a través de la delgada tela. Entre el bastón que castiga y la mano que lo esgrime, un húmedo espacio ocupado por una mezcla pegajosa de ira y resuellos ahogados por la propia excitación. La larva recoge de la frente el sudor saturado de hormonas y adrenalina. Resopla. Las manos de la mujer, enrojecidas, se afanan inútilmente en ocultar la imagen que late, a todo color, en la cabeza enloquecida de la larva.

- Dijeron que nada de violaciones compañero...

 Le susurra al oído una neurona de voz grave que la larva preferiría ignorar. Se tapa una oreja, pero la voz está dentro de su cabeza, luchando contra el deseo y el impulso de continuar aporreando a la mujer ya sin contemplaciones. Se toca el bulto que quiere estallarle bajo la bragueta. La carne ensangrentada y los ojos asustados de la mujer le inflaman las ganas. Babea de gusto y de angustia de sí mismo; saliva sin control por su deseo insatisfecho. Algo cae sobre su hombro. Una mano de mujer lo aprieta con suavidad, casi con cariño.

- Déjeme echarle una manita compañero. No se exponga. Los jefes dijeron que sin violaciones. Recuerde que órdenes son órdenes.

La larva observa una vez más el cuerpo de la mujer encogido sobre el suelo como un feto. Le echa encima sus ojos brillantes y le cede su lugar a la recién llegada. Luego se retira a buscar un rincón para masturbarse a gusto mientras el silencio se apodera de la celda a la espera de nosesabequé. Debajo de la pantaleta, otra vez la carne tiembla, frágil, porque los ojos que ahora la miran están cargados no sólo de deseo y de ira, sino de un odio que viene de nosesabedónde. El arma aletea sobre las costillas de la víctima. El tolete se agita en el aire dibujando las intangibles, pero definitivas, alas de una gigantesca mariposa nocturna. Uno de esos bichos de mal agüero que la abuela mataba a escobazos cuando ella era una niña… hace muchísimo tiempo… siglos quizá… Alas pardas cubiertas de asquerosos vellos que habitaban sus pesadillas infantiles. De pronto, llegan a posarse en el recuerdo aquellas mariposas amarillas que jugueteaban sobre las margaritas cuando iba a jugar al parque. Aprendió a tomarlas, de las alas, delicadamente con los dedos; sin maltratarlas, para echarlas a volar otra vez. El polvito que sus alas desprendían y que quedaba en sus dedos impregnado después del vuelo, era mágico. Ella lo embarraba sobre sus párpados para ver a las hadas durante el sueño por consejo de la abuela. El rostro suave de la abuela aparece, por un instante, nítido y tibio, frente a sus ojos. Abuela, ¿eres tú? Estoy soñando una pesadilla de larvas y mariposas gigantes.

- Abuela, ayúdame... exclama, con voz apenas audible, la mujer; detenida por “armar alboroto en la vía pública”.

Un crujido de huesos irrumpe de pronto en el silencio y luego, más doloroso que el golpe, un grito que penetra la vagina, la boca, los oídos y poros de la mujer herida:

- ¡Qué dijiste perra! ¿Ya me salve no? ¡A ver si puedes seguir armando desmadres con las costillas rotas cabrona! ¡A ver si puedes seguir gritando tus pendejadas con los pulmones hechos mierda hija de la chingada! Nadie va a venir por ti, ¿lo oyes? A nadie le importas un carajo. ¿Nunca te dijeron que en la cama y en la cárcel se conoce a los amigos? ¿Dónde están ahora tus amigos pendeja? ¡¿Dónde?! ¡¿Dónde?! ¿Dónde están los que te dijeron que fueras a gritar sandeces por la calle? ¿Te creíste muy chingona verdad? Ahí, metiéndote en cosas que no te incumben, con tu pendejo puñito al aire… Ni tu pinche abuela te va a salvar de esta…

Las manos que cubren el sexo se dirigen al pecho obligadas por el dolor. Intentan contener la carne que quiere estallar y que ha robado el aire a los pulmones. El tiempo se detiene. El vacío en la mirada. La sorpresa. La indefensión que ahoga hasta el paroxismo. En el abismo del sufrimiento no hay mariposas de colores, ni polvos mágicos, ni sexos qué cubrir. No hay salvación para esta pesadilla. Las manos permanecen quietas, aferradas al silencio tenaz que curva las falanges como garras, antes dedos, manos… ahora dos arañas heridas incapaces de avanzar, atoradas en el fango del dolor, aferradas al débil latido de la piel entumecida y enmudecida, esperando sólo el poderoso y final aleteo de la mariposa.

- A ver pendeja, para que veas que soy buena, voy a echarte una manita para que te relajes. ¿Te sabes el cuento de la arañita que buscaba su cuevita? Seguro que tu abuela te lo contaba. Las abuelas siempre cuentan esas pendejadas.

Los dedos de la oscura mariposa, como flacas patas buscando el polen, se introducen por el borde de la pantaleta para llegar a la vulva y luego a la vagina.

- Como ves, aquí no hay amigos, ni abuelas, pero como estás aquí tan solita, y tan jodida… si quieres… podemos ser amigas.

Una mano ensangrentada busca, a tientas el palo de la escoba con que se barre la basura y se matan las pesadillas, pero en vez del tacto tibio y poroso de la madera, los dedos encuentran la fría piel de una barra metálica que le recuerda que está en la cárcel. Lejos de su casa, de su infancia y de la abuela. La pesadilla tiene razón. Tú sí que estás pendeja… En la cárcel no hay escobas. ¿Cómo se te pudo ocurrir? Aquí la basura entra y sale con la misma llave que abre y cierra la puerta de las pesadillas en una noche de horror. La noche en que la metamorfosis de algunas mariposas parece no concluir.

En memoria de los hechos en San Salvador Atenco, México, 2007.
Angélica Santa Olaya D. R. ©
Del libro "Sala de Esperas", México, Eterno Femenino Ediciones, 2012.

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