2012-06-21

Los laureles

Victoria Estandía 



 


Tan sólo había transcurrido media hora desde que salimos de la estación para completar el último tramo y llegar a nuestro destino final. Después de tres paradas el camión iba medio vacío, excepto por la señora que venía con su hija adolescente y los dos señores mayores que parecían hermanos, quienes tenían pláticas intermitentes. El resto de los pasajeros nos habíamos convertido en islas, viajábamos absortos, disfrutando de la reflexión del camino; viendo cómo cambiaba el panorama, dejábamos atrás el paisaje árido, los cactus se convertían en arbustos. Repentinamente, al salir de una curva nos encontramos con dos camionetas atravesadas en ambos carriles de la carretera. Una pick-up se emparejó al autobús, un joven apuntaba un arma de grueso calibre al chofer ordenando que nos paráramos. Un brusco frenón nos dejó a pocos metros de las camionetas. Dos hombres apuntan al chofer por el lado derecho, le gritan que abra la puerta. El chofer lo hace y trata de explicarles que él sólo está haciendo su trabajo. El que parece tener mayor jerarquía le coloca la punta de la pistola debajo de la barbilla, y con esto se crea un silencio absoluto. Nos ordenan poner las manos sobre la cabeza, nos quitan los celulares, los relojes y las carteras. Nos esposan las manos al frente con las palmas juntas atándonos las muñecas y los nudillos con tiras de plástico como las que se usan para sellar las maletas. El camión arranca y con eso perdemos toda esperanza de que esto sea sólo un asalto.
Las dos camionetas nos guían por la autopista con la pick-up cerrando el cortejo. Nos desviamos a la izquierda, abandonando la carretera principal. Al pasar por los pueblos la gente nos mira de reojo, sin vernos directamente, no quieren tener nada qué ver con lo que está sucediendo. Tomamos un camino de terracería encajonado entre arbustos.

Es difícil determinar cuánto tiempo ha transcurrido, la vereda es cada vez más angosta. La vegetación va cambiando, comienza a sentirse un ambiente más bochornoso. Sólo paramos cuando se bajan de las camionetas para abrir y cerrar las rejas que guardan al ganado.
Los caminos continúan dividiéndose. Pasamos pueblos levantando polvaredas. Las camionetas se detienen ante una placa que dice “Los Laureles”. Abren el portón, esperan a que entremos, lo cierran y arrancan a gran velocidad por donde venían.

Recorremos un tramo corto escoltados por la pick-up. Finalmente, el camión se estaciona debajo de unos enormes laureles junto a otros autobuses desmantelados.
— Todos abajo —nos ordena el jefe, que parece militar.
Caminamos unos cuantos metros hasta un búngalo donde nos encierran. Nos vemos unos a otros con desconfianza, sin saber qué pensar de los demás.
Nos asomamos por la única ventana y vemos como apilan nuestras maletas, las rocían con gasolina y les echan un cerillo. Comprendemos con horror que lo que quieren es desaparecer todo aquello que pueda identificarnos. Escuchamos los golpes con los que desmantelan el autobús. Luego hay un silencio.
Abren la puerta, nos miran con cierta incomodidad.
—Todos afuera —nos ordenan.
Caminamos unos cien metros hasta llegar a una cisterna vacía. El sicario más joven nos empuja o jalonea, tirándonos como fardos. Luego brinca y nos ata los pies con otra cinta de plástico como con la que nos esposaron las manos y termina por sujetarnos los pies y las manos con una tercera tira.

 Uno de sus compañeros le tiende la mano para que pueda salir y luego deja caer una manguera de la que comienza a salir un hilo de agua. Escucho las arcadas de la joven que está junto a mí y distingo un penetrante olor a bilis. Comienzan a caer unas gotas de lluvias. A lo lejos se ven unos negros nubarrones ocasionalmente iluminados por relámpagos.
Nos dejan solos. Encienden la bomba con la que extraen agua del pozo para llenar la cisterna, se escucha su vibración a lo lejos. La tormenta se acerca y se convierte en un frío aguacero. Me veo las manos y se parecen a las del cuadro de mi abuela que dice “Señor, enséñanos a orar”, sólo que mis dedos tienen un tono azulado, no sé si por el frío o porque reflejan el atardecer.
A lo lejos se escuchan los noticieros en el radio acompañados de carcajadas ocasionales. Nos llega el olor a aceite requemado, a carne asada y a tortillas.

Deja de llover y se abre un cielo estrellado. La luna se asoma en cuarto menguante. La silueta de un tlacuache se perfila encaminándose lentamente hacia el guayabo, lo que provoca el necio ladrido de los perros, que se mezcla con rezos y llantos.
Todo parece confuso. Pálidos rostros, orejas y labios celestes. Los pensamientos lentos contrastan con el rápido vuelo de los murciélagos que toman agua antes de dirigirse al naranjo, que nos regala su olor a azahar.
Comienza a amanecer. El agua nos llega a la barbilla. Los rayos diáfanos del sol atraviesan la superficie del agua, irradiando una sensación de calor. Los tonos turquesa y dorado del cielo se filtran iluminándonos con claridad. Nos vemos unos a otros con total nitidez. Un banco de caballitos de mar. Todos nadando hacia la superficie.  





Publicado en el suplemento cultural 9 de revista Propuesta #180, especial de Casa Lamm.

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