Juan Sobrevilla González
–Fue Isabel la que hizo llorar a los caracoles.
–¿Qué?
–Que fue ella la que los hizo llorar.
Sus ojos glaucos trataron de quedarse fijos en la pequeña figura enfrente suyo. Como siempre, desde hacía ya tiempo, estaba sumergida en una zona neutra entre la consciencia y la demencia, que las más de las veces revivía sus recuerdos como si fuesen nuevos, como recién adquiridos por los sentidos; y como si aquella otra realidad que se empeñaba en llamar su atención no fuese más que un trémulo estímulo de una imaginación antaño viva.
Era julio debajo la sombra de aquel pirul y bajo todo lo que el sol alumbraba.
Pero la repentina revelación de aquella frase le trajo de vuelta. Le sonaba a algo…
–¿Ya te he contado porqué los caracoles tienen concha? –Preguntó.
–No. Pero siempre estás contando cosas raras. Ya no sé si creerte.
–No tienes que hacerlo –contestó–. Sólo escucha:
« Mucho tiempo antes de que hubiera hombres sobre la tierra, ya había Caracoles …»
–Pero nosotros siempre hemos existido, ¿no? –Le interrumpió.
–No, no siempre hubieron hombres. Y hubo más tiempo en este mundo sin nosotros que con nosotros en él. Y seguro habrá más sin nosotros. Y no interrumpas. –Dijo, enojada.
El niño, sentado a una prudente distancia, sobre una piedra, recordó el humor que le invadía cada vez que contaba algo, y se quedó callado.
–Pues bien… mucho tiempo antes de nosotros, ya había caracoles en la tierra. Eran igualitos a los de hoy día: babosos, con ojos saltones, y con una sola diferencia: no tenían su concha. Ellos podían vivir en lugares muy distintos. Algunos entretejían las hojas caídas de los árboles y hacían con ellas cabañas, que eran amarillas, rojas o naranjas. Otros amontonaban piedra sobre piedra, otros cavaban túneles, y, en fin, llegar a un patio habitado por caracoles era una maravilla porque ahí podían verse las obras más ilustres de ingeniería: puentes, acueductos, distribuidores viales, amplias avenidas y un sinnúmero de calles.
«Pero siempre pasaba lo mismo. O era la lluvia o el viento, o era un grandulón gandalla los que llegaban a destruirlo todo, y, de nuevo, tenían ellos que empezar de cero. De ciudad en ciudad, casa por casa fueron haciendo, pero siempre había algo que les asolaba.
«Fue muy triste, si te pones a pensarlo. Es como si hoy, de repente, nuestra casa se callera, y tuviéramos que irnos a otra casa. Y luego a otra, porque también aquella se cayó. Y otra. Y otra…
«¿Entiendes? Es como si no tuvieras casa. Como si siempre estuvieras exiliado.
«Y por eso que se hicieron sus conchas. Porque se cansaron de estar siempre de un lado a otro, construyendo, construyendo... Un buen día decidieron cargar todo en sus espaldas y llevar todo consigo. Para así, sin importar qué pasara, quién llegara o dónde estuvieran, siempre estar en su hogar.
«Y por mucho tiempo fueron felices, dueños de la solución perfecta. Pasaron muchos años creyendo que ahora sí su vida era plena... Pero poco a poco fueron cambiando, hasta que se dieron cuenta de su independencia. Que en cualquier momento que quisieran podían irse a otro charco más amplio o bonito; o irse lejos, muy muy lejos, a las copas de los árboles, a las cuevas o a los ríos, allá, donde quisieran. Y se dieron cuenta de que no necesitaban ya de nadie. Que su hogar eran ya ellos mismos. Y…
–¡Ya viste, vieja loca! ¡Tú fuiste la que hizo llorar a los caracoles! –Dijo el niño, mientras se echaba a correr con agua en los ojos.
–¡Qué fue Isabel! Míralos, aquí están, en el patio… Pregúntales.
Y mientras el niño corrió, alejándose, pareció que el cielo de Julio sobre el patio de la casa también tuviera ganas de llorar, porque lloraba. Y los caracoles junto con ellos.