2013-04-30

Presagio


David Rubio Esquivel

El miércoles me llamaron del trabajo. Dijeron que necesitaban hablar conmigo, que era importante.
—¿Señor Montesinos?
—Sí, ese soy yo.
—Tenemos que informarle que, dados los recortes de presupuesto de la empresa, usted ya no puede trabajar aquí.
—Pero yo he servido más de veinticinco años en esta empresa, y me he desempeñado bastante bien, ¿ya vio mis cifras de venta?
—Lo sabemos, lo sabemos y le agradecemos, pero usted ya no puede permanecer más tiempo aquí.
—No estoy de acuerdo. Exijo una buena explicación.
—No estamos autorizados para darle una mayor explicación, así que, por favor, si fuera tan amable de desocupar su despacho desde el día de hoy, se lo agradeceríamos infinitamente.
—¡Usted no puede hacerme esto!
—Oh, claro que puedo, señor Montesinos. Es uno de mis cargos como jefe de la empresa. Estoy muy apenado de que así sean las cosas, pero así son.
Al salir del despacho del jefe, fui hasta el mío y ahí, me encerré por un buen rato, tratando de reprimir las lágrimas, mientras iba quitando todas y cada una de las cosas que llenaban mi lugar de trabajos: recuerditos de distintos sitios: una bailarina de plástico de Hawai; una fotografía de Disneyland en la que aún estaba con mi familia; chucherías pequeñitas que tenían nombres de distintos países y un péndulo de plata que mi ex-esposa me había dado como regalo de aniversario hace tres años, el mismo año en que se fue con mis hijos. Tenía una botella de coñac escondida en una gaveta que ocupaba en casos de emergencia, y un despido era una emergencia, y bastante grande. Vacié la botella de un sorbo y después, comencé a echar todas mis cosas en un par de cajas. Ahí estaba mi vida contenida: en un par de cajas de cartón. 
El compañero del despacho de enfrente salió tan pronto como me vio salir de mi despacho. 
—No sabes cuanto lo siento, Gerardo.
—No lo sientas. A ti también te pasará. Con toda probabilidad, a todas y cada una de las personas de la empresa les pasará.
—Los muchachos y yo queríamos hacerte una fiesta de despedida.
—No se molesten.
—No, si no es molestia, hombre.
—De verdad: no se molesten.
Y me fui cargando mis cajas, dejando a aquel tipo con las palabras en la boca. 
Toda la tarde me la pasé bebiendo en bares de los alrededores. Al caer la noche, estaba tan ebrio que ni siquiera sentí cuando me robaron las llaves del carro. Regresé a mi casa en autobús, con los ojos rojos y los párpados hinchados, y el olor a alcohol y a orines impregnándome de pies a cabeza.
Desperté el jueves por la mañana en el patio delantero de mi casa. Había gente rodeándome: corredores matutinos y paseantes de perros que salían a destensar sus músculos por la mañana. Uno de ellos se me acercó tanto que el olor a sudor que despedía me hizo vomitarle en la cara. Él entonces me soltó un puñetazo en la nariz y comencé a sangrar mientras él se limpiaba con una toallita la jeta llena de mi miseria. La gente que me rodeaba me miraba con un sentimiento entre el asco y la pena, algo poco común si se toma en cuenta que yo, antes del miércoles, era una persona respetada de la comunidad y ahora, en pocas horas, me había transformado en una escoria, algo que era tan complicado de ver como de aceptar.
Pasé toda la tarde del jueves poniéndome hielo en la nariz, viendo televisión y vomitando. Y, a pesar de todo, una risa extraña de pronto se apoderó de mí.
"Tal vez es locura", pensé y me entregué a la risa.
Ayer, viernes, me enteré que la empresa había quebrado. Lo que había sido un mal día para mí, ahora se había transformado en una epidemia infecciosa. Pronto, me enteré de que no era la única empresa que había quebrado: muchas más estaban quebrando. El mundo se venía abajo, pero yo era feliz. Y yo era feliz porque antes había conocido la tristeza. Ahora, cúmulos de gente yacían en los bares, cúmulos de gente vomitarían frente a sus casas y, si bien les iba, cúmulos de gente estarían al día siguiente dentro de sus casas, viendo el televisor, comiendo, cagando, vomitando y riéndose; y si mal les iba, la muerte siempre les esperaría con los brazos abiertos.

Material exclusivo del blog del suplemento cultural de revista Propuesta.

Un viaje emocional: el impactante debut de Oliver Decrow

  E l esperado álbum debut de Oliver Decrow, I'm Too Young To Die , se presenta como una introspección profundamente emocional que recor...