2016-11-08

Conmemorando a mi mamá y su recuerdo

Armando Salazar

Aquella noche infausta del 10 de enero de 2004, colocada entre mi hermana Martha y yo, mi mamá nos pidió tomarla de la mano para sostenerla y así despedirla en el último trance de su vida. Con el mayor dolor la obedecimos y tratamos de atenuarle ese momento utilizando las mejores palabras que acudían a nuestra mente, procurando ayudarla en el instante más inquietante y tremendo que puede vivirse, al cual, ineludiblemente, todos llegaremos, como ella lo hizo.
Apenas empecé a tomar conciencia del suceso, hice tres llamadas telefónicas importantes: la primera a mi papá, la segunda a mi hermana Rocío, y la tercera a mi prima Margarita, hija de una de las dos hermanas de mi madre.
El propósito fue participarles el fallecimiento de mi mamá, así como pedirle a mi prima nos acompañara durante la celebración del funeral. Recuerdo bien haberle mencionado nuestro interés en contar con ella porque se trataba de una de las sobrinas más queridas de mi madre, quien por ella se sentía correspondida, como pude constatarlo por muchos motivos y hechos atestiguados desde la niñez, incluyendo algunos momentos importantes en la vida de mi prima, desde la celebración de sus 15 años, en el Club France, -en la que se involucró buena parte de la familia y mi mamá- hasta su feliz aniversario de bodas, festejado tan emotivamente con aquella inolvidable fiesta, allá en Xochimilco. ¡Y cómo no participar alegremente con mi mamá en ese acontecimiento, si siempre nos sentimos fraternamente cercanos a la más feliz pareja de toda la familia como no ha habido otra!
Le comenté a Margarita nuestro interés, si le fuera posible, de comunicar la noticia a los miembros de la familia quienes, al igual que ella, bien quisieron a mi mamá, y en efecto, la encomienda fue cumplida con creces, pues gracias a ella, nos acompañaron las primas Bertha y Bola, tan apreciadas por mi madre debido –entre otras razones-  a su fidelidad a mi tía Aurora –anfitriona de tantas y deliciosas pozoladas-, a quienes hacía poco tiempo les había enseñado a hacer el sabroso pan de muerto; igualmente acudieron muchos otros familiares entrañables para mí y para mi mamá, como la prima Martha, la hija más bonita de mi tía Lola, tan apreciada y estimada como a nadie por toda la familia Galván. A ellas las conocí inicialmente a través de las inagotables e interesantes pláticas de mi mamá, de las cuales eran frecuentes protagonistas, generándome una simpatía confirmada luego por la realidad.
No recuerdo haberle expresado a Mago -como la llamaba mi mamá- el enorme agradecimiento por esa tarea tan eficazmente cumplida, pues el aturdimiento que provoca una experiencia de esa magnitud -la primera- nos sume en un estado mental alejado de la realidad cotidiana para transitar a otra dominada por la muerte, antes tan fuera de nuestras vidas, provocando interiormente una suerte de reacción tan defensiva como inútil por su abrumador peso, debido a la falibilidad de nuestra pequeñez para enfrentarla, sin saber cómo hacerlo y menos aún estar preparados para ello.
Fue entonces cuando la percibí nítidamente y me di cuenta de su proximidad, asomándose por vez primera en el horizonte de mi existencia.
Mas desde ese momento, la tarea permanente ha sido intentar acostumbrarnos a la ausencia definitiva, hasta donde es posible, echando mano del recuerdo que, afortunadamente, no nos abandonará jamás, porque el recuerdo de mi mamá es también el bálsamo para la dolorosa pérdida, que a su vez ratifica la fragilidad de nuestra humana condición. En tanto así sea, bien sabemos que muerte y vida, alegría y tristeza, paraíso e infierno son –entre muchos otros- los elementos dialécticos de la vida, como el amor y el odio o el día y la noche. Por eso, el recuerdo constituye uno de los asideros fundamentales en los que podemos apoyarnos, junto a quienes queremos y tenemos cerca y con quienes contamos –espero siempre sea así- para facilitarnos el tránsito por esa fase trágica y fatal de la vida para procurar sortearla, mas sin poder evadirla.
Recordar a quienes se han ido, no sólo es tristeza, también es alegría, especialmente cuando los invocamos junto a nuestros queridos familiares hoy presentes, para conmemorar a nuestras Madres: a mi tía Aurora, que no quiso celebrar su último cumpleaños por el luto guardado a mi mamá; a mi tía Lola, prototipo de la bondad solidaria para todos; y, desde luego, a mi mamá, a quien todo le debemos. Y qué mejor que hacerlo aquí, albergados de nueva cuenta en su casa, en la cual  gustosa recibía a quienes la visitaban.
Es su casa porque lo fue entonces, lo es hoy y seguirá siéndolo mañana. Así es y no dejará de serlo, pues no pertenece a nadie en particular, porque primero le pertenece a ella y por esa razón es la herencia de todos; porque aquí mora su espíritu, el que hoy nos congrega para acompañarla en este su espacio, el cual debemos preservar a fin de que, si fuera el caso, también sea el refugio del hijo, la hija o el nieto, si por los avatares de la vida requirieran de un hogar y de un lugar para vivir, pues nada está escrito y la suerte de hoy podría tornarse en la adversidad de mañana. Ha sucedido y puede volver a suceder. No lo olvidemos.
En ese sentido, la casa de mi mamá representa la unidad por la cual con razón porfió, y en aras de esa aspiración debemos preservarla, íntegra e indivisible, como cuando en un momento dado se evitó la pérdida de la mitad del espacio al que se había acostumbrado. Para ese propósito se adquirió oportunamente.
No hacerlo hubiera significado fragmentar su casa y reducir su espacio, lo cual bajo ninguna circunstancia debía permitirse y no lo permití, porque esa totalidad así la concibió desde el principio y no debía dejar de serlo. Por ello seguirá compartiéndose con todos Ustedes como hasta ahora, esperando seamos capaces de preservar, mediante la unidad material, lo más importante: la unidad familiar, acatando el deseo de mi mamá y hacerlo nuestro, particularmente hoy, cuando junto a mis hermanos, hemos arribado al umbral de la vejez y por lo mismo requerimos de la unión solidaria de unos con otros. Ojalá así sea.
Y porque somos sus invitados, somos bienvenidos a su casa, porque es el espíritu de mi mamá el que nos acoge, como lo hacía gustosa cuando veníamos a verla y con ella nos quedábamos algunos días y como tantas veces hicieron los sobrinos, los ausentes y los presentes, unos más que otros, pero todos con gusto y felices de estar a su lado, protegidos por ella sin renunciar a ese papel, pese a la edad, como me lo dijo alguna vez, cuando su respuesta me sorprendió luego de preguntarle por qué se había levantado tan temprano a preparar el desayuno. Resuelta me contestó: “¡Porque soy la mamá!”. Tenía razón. Quedé callado pero contento, pues me recordó y refrendó la seguridad y protección que me brindaba cuando era niño, ajeno a las dudas y preocupaciones del adulto, durante aquellos lejanos y felices días de la infancia.
Si aceptamos que la felicidad no es un estado permanente, momentos como ése la hacen posible por breves que sean, debido a su significación. No los olvidamos y quedan fijados en nuestra memoria, engrosando nuestra verdadera y única fortuna: nuestro acervo sentimental, en el que la persona de mi mamá es figura central.
Por lo mismo, no olvido su firme y nostálgica afirmación al contrastar su recuerdo con el mío sobre su vida en la vecindad cuando me dijo segura: “Pues yo allí fui muy feliz”. Hoy me alegro de esa verdad y la entiendo, porque comprendo la razón que le asistía. Tenía bien ganado ese derecho y estoy cierto de que lo disfrutó y merecía, pues ya bastantes eran entonces sus tribulaciones económicas y sus carencias afectivas. Nada tengo que reprocharle por ello sino al contrario. ¡Qué bueno que allí fue feliz!
¿Y cómo no? Porque en espacios como aquél, los valores solidarios brotan con prontitud y fuerza, alentados sobre todo por lo único que podía compartirse con los vecinos: la pobreza, convertida en la riqueza de quien cuenta con la fraternidad de quienes nos rodeaban, como pude constatarlo en tantas ocasiones.
Así sucedió con la entrañable Trini; o con la Vecina; con Angelita, Herme y Ernestina; al igual que con Doña Cuca y su pariente Hermila; con Don Pedro; Angelina y Marce; también con Malena, don Noé y todos sus hijos, nuestros amigos infantiles, especialmente cuando la alegría abonaba ese propósito, como sucedía en la época navideña, durante la cual la vecindad se adornaba con heno en el enorme patio de la niñez, y nuestra casa era iluminada con el árbol y el nacimiento, invadida por los olores de la temporada, con las vacaciones escolares que propiciaban la feliz convivencia con mi mamá y mis hermanos, “haciendo las piñatas” dirigidos por ella, preparando el engrudo y vistiendo las ollas de barro con el colorido papel de china, convirtiéndolas en estrellas, zanahorias y hasta negritas cucurumbé, tres piñatas siempre presentes e indispensables en nuestra posada del día 24, única celebración que permitía la escasez, pero feliz como ninguna sin faltar nada, con los deliciosos sándwiches que constituían la cena navideña, acompañada del ponche y las colaciones, que por una vez al año sustituían el cotidiano café negro con algo de leche, por aquello de darle color, acompañado de un bolillo y, a manera de postre, de una concha o una chilindrina, una para cada uno porque no había para más. ¡Cómo no iba a ser un festín saborear esas viandas de pan Bimbo con jamón, untadas con deliciosa mayonesa y mostaza! ¡Vaya maravilla!
Mas la fecha esperada con mayor impaciencia era la del día 5 de enero, en interminable ansiedad sólo mitigada durante la elaboración, una y otra vez, de la “carta”, siempre comenzada con la frase: “Queridos Santos Reyes”, colmada de deseos por los juguetes más fantásticos, esperando ilusionados recibirlos todos.
Era una noche mágica y fascinante, porque durante la misma bajarían del Cielo los tres magos cargados con nuestros juguetes, provenientes de sendas estrellas -como nos decía mi mamá- quien nos imponía su infranqueable condición de dormirnos, pues todo intento de permanecer despiertos esperándolos para verlos haría imposible su llegada. Finalmente, vencido el deseo por el sueño, el día siguiente era un acontecimiento desde antes del amanecer, cuando la emoción nos despertaba y comenzaba el día más feliz, sin ir a la escuela, arrobados por el espectáculo del vistoso colorido de cajas y paquetes conteniendo los juguetes: Entre más grandes y relucientes, mayor la fascinación sentida, como aquella fuerte, feliz e inolvidable impresión al ver aquel par de enormes bicicletas nuevas para mis hermanos, brillantes e impecables, que llenaban por completo la cocina del 11, nuestra casa.
¡Era la dicha y sólo la dicha en los tiempos de la felicidad!
¡Qué otra cosa necesitábamos si no éso, la felicidad proporcionada por mi mamá y mi papá! No lo olvidemos y gracias mamá y papá por ello.
En Tepeji del Río, en la casa de mi Mamá conmemorando su recuerdo, el 16 de mayo de 2010.
Del hijo que nunca la olvidará, porque siempre la recuerda con amor.

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