Claudia Marroquín
Malva llevaba azúcar en un bulto improvisado con una servilleta de tela, dos cigarros sin filtro robados a su abuelo que dormitaba en la hamaca. Un pan dulce y dos galletas. Tenía un panal en su estómago pero ella no lo sabía, creía que las abejas eran mariposas y ya había escuchado hablar del viento del amor que mueve las alas de los insectos y causa cosquillas en todo el cuerpo. Ella amaba al hombre que olía a tabaco y hacia barcos con el humo de cigarro, barcos que siempre naufragaban en los vasos con ron. El hombre que en su juventud había sido un gran artista, había prometido a Malva, no hacer naufragar más barcos de humo si ella decidía quedarse con él a vivir. La niña sabía que no podía hacer eso porque a su abuela le quebraría el corazón así que decidió visitarlo todas las tardes después del catecismo, con sus tesoros guardados en su morralito de manta, dos colibríes y un sol bordados, guardaban el secreto. En cada visita, la niña dejaba dos gotas de inocencia en una pipa de agua, a cambio, el hombre, dejaba navegar los barcos de humo en pequeños lagos dorados de cerveza. El amor duele de todas las formas posibles y sabe a granos de café, hierbas mágicas, libros antiguos.