Adquirí un perro diabólico y ahora ya no tengo ni
puta idea de cómo sacarlo de mi casa.
Todo comenzó cuando mi esposa se obsesionó con
que tuviéramos un hijo. Ni caso tenía insistirle que apenas llevábamos dos
años de casados. Ella quería un bebé a como diera lugar. De modo que lo que
hice fue ir con Ernesto, un viejo amigo de la universidad que abandonó la
carrera de Letras Hispánicas para dedicarse a la crianza de chihuahueños. Al
menos un perro apaciguaría los ánimos de Ana, pensé. Lo que nunca pensé
sería que la maldad estuviera en un perrito de esa raza… el cine y la
literatura de terror nos han enseñado que un perro diabólico es un Rotweiller que cuida al anticristo, o un San Bernardo con
rabia que acosa a una mujer encerrada en un coche con su hijo y se llama Cujo, pero jamás un perro chihuahueño.
Ernesto me mostró los cachorros a la venta y me dijo que había uno muy
especial: era negro con ojos rojos, y su madre había sido embarazada sin
copulación. Le pregunté, con un tono sarcástico y sin reprimir una carcajada,
si era como la Virgen María, y Ernesto me respondió con absoluta seriedad que
sí y a la vez, que no. Que el cachorrito era un maldito. Para empezar, se
había comido a su propia madre y con su patita dibujaba estrellas invertidas
de cinco puntas y cruces invertidas. En fin, eso bastó para que me enamorara
del perrito. Cuando le pregunté a Ernesto cuánto le debía, me dijo: Nada, es gratis, llévate al pinche perro
ya y que nunca regrese, por amor de Dios.
Ana recibió al perrito con una sonrisa en el
rostro. Era una admiradora de Sir Arthur Conan Doyle, de modo que lo bautizó como Baskerville. Por
favor, no me eches en cara la ironía del nombre. Por favor.
Durante la primera semana me di cuenta que haber
adoptado a Baskerville fue un error. El perro era verdaderamente malvado. Una
mañana lo paseábamos por el parque, y sometió a un Gigante de los Pirineos
con el fin de sodomizarlo. Después comenzó a morderle el estómago hasta
devorarle las entrañas, delante de unos niños que jugaban a las traes y un
anciano que daba migajas de pan a unas palomas. Con un falso gesto de
indiferencia, le pregunté al dueño del Gigante de los Pirineos cuánto le
debía por la gracia de mi perro. Me cobró mucho.
 Y eso no era todo: como si no bastara con los
actos de maldad disfrazados de travesura de Baskerville, en la casa de
interés social que habíamos comprado Ana y yo con tanto esfuerzo, comenzaron
a suceder fenómenos paranormales. Las puertas y ventanas se azotaban, las
luces se encendían y apagaban por si solas, la temperatura descendía a tal
grado que en pleno verano debíamos usar chamarra, gorro y orejeras y lo peor
de todo: Baskerville robaba tizas de mi escritorio para dibujar símbolos
satánicos en el suelo. Después aullaba y frente a él aparecían esferas de
fuego que yo debía apagar con un extintor. El chihuahueño
se ponía furioso cuando yo escuchaba mis discos de Paul Mc Cartney. Solía morderme los tobillos y defecar en mis
posters con la cara del pobre ex Beatle. Para que
Baskerville estuviera contento, tuve que tirar mi colección a la basura. Lo
hice mientras tarareaba Live and let die y una lagrimita se me escurría por la
mejilla.
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Con el fin de aplacar los fenómenos paranormales,
decidimos llamar a un sacerdote, a una santera y a una médium. Ninguno de los
tres fue del agrado de Baskerville. El primero perdió un dedo de una mordida,
la segunda no se atrevió a poner un pie en la casa en cuanto miró los ojos
rojos del chihuahueño y la tercera nos dijo que
había una presencia maligna en la casa, que debíamos matar al perro si
queríamos continuar con nuestra vida. Lo cierto es que para mí, un humilde
profesor de Física de escuela secundaria, las cosas jamás volverían a ser las
mismas. Ana estaba desarrollando un vínculo muy íntimo con Baskerville.
Salían a pasear juntos (que quede claro que no dije “sacaba a pasear al
perro”… no. Salían a pasear jun-tos.) y veían
películas sobre perros maléficos jun-tos, y vaya que había una amplísima
oferta: Cujo
de Stephen King; el Rotweiller que aparece en La gente detrás de las paredes y el de
La profecía; Zoltan,
de El sabueso de Drácula, un
miserable desperdicio de celuloide; y el clásico kitsch: Devil dog: The hound of hell. Aunque no
hay que pensar en absolutos: también adoraban a Frank, el Pug
de Hombres de Negro. Era muy
molesto cuando llegaba a la casa, después de un arduo día de impartir clases
y explicar sobre la estructura del átomo a un hatajo de pubertos
maleducados, y ver a Ana sentada en mi sillón, mientras acariciaba al perro
en su regazo y cantaba:
—Tu tu tu tu ru
Chihuahua, tu tu tu tu ru Chihuahua, Tu tu tu tu
ru, Chihuahua... ¡Ohhh,
Chihuahua!
Cuando quise contactar a Ernesto, ya no respondía
mis llamadas. Seguramente sabía la clase de bestia que había dejado en mis
manos. Una bestia que poco a poco arruinaba mi matrimonio. Cada vez Ana se
hacía más distante, más fría, mientras que se encariñaba con el maldito
perro. Ya no dormía con ella… me había mandado al sofá de la sala y después,
a la casita del perro, que era demasiado pequeña para que yo cupiera. Por las
noches, cuando Baskerville se acercaba a mí, me observaba fijamente con sus
ojos rojos, y al momento de ladrar, se escuchaban frases en latín con una voz
cavernosa, como la que describen los grimorios:
—Potemtum tuo mondi de Inferno, et non potest Lucifer Imperor…
—Baskerville… ¿Qué no deberías de decir “guau”?
—In nostri terra Satan imperum
in vita Lucifer ominus fortibus…
—Buenas noches —decía entre bostezos, mientras me
acomodaba en la casita donde Baskerville nunca durmió y él regresaba a la
habitación, con mi mujer.
Mi trabajo como profesor de Física iba en
declive. Cada día que pasaba los alumnos me perdían más el respeto. Una vez,
reprendí a un alumno con el típico cliché de maestro achacoso y amargado: Al menos mis padres no me mandan aquí a
calentar el asiento. Y el alumno, poseído por una voz demasiado ronca
para su edad, e idéntica a la que emitía Baskerville cuando hablaba en latín,
me dijo: Al menos a mí un chihuahueño no me está quitando a mi esposa. Después,
se sentó en su pupitre, totalmente desconcertado, como si hubiera despertado
de un trance hipnótico. Poco a poco me fui acostumbrando. Yo, el profesor
Elías Godínez, estaba pasando por una experiencia de película de Wes Craven, con animación de
Walt Disney y guión de John Waters.
Me acostumbré a perder el respeto de mis alumnos,
a perder el respeto de mi esposa y a que cada que llegaba a casa Baskerville
me gruñera y quisiera arrancarme un dedo de una mordida.
Una tarde las cosas empeoraron. Ana estaba
verdaderamente feliz. Bailaba por toda la casa, cargando a Baskerville, quien
a diferencia de los perros de su raza, no estaba atemorizado o furioso porque
una mujer lo cargara y lo sacudiera de un lado a otro, sino que se encontraba
igual de contento que ella.
—¿Qué crees, amor? —.
Dijo Ana, pero ni siquiera me miró a los ojos. Estaba anonadada contemplando
a Baskerville—. ¡Vamos a tener un bebé! ¡Por fin!
No dije una sola palabra. Mucho menos quería
pensar en el alcance que tenían los poderes sobrenaturales del animal. Me
senté en el suelo de la cocina y empecé a comer croquetas en mi plato, que
anteriormente decía Baskerville y
ahora, Elías.
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