2012-09-28

Chihuahua, aquí

Bernardo Monroy



Adquirí un perro diabólico y ahora ya no tengo ni puta idea de cómo sacarlo de mi casa.
Todo comenzó cuando mi esposa se obsesionó con que tuviéramos un hijo. Ni caso tenía insistirle que apenas llevábamos dos años de casados. Ella quería un bebé a como diera lugar. De modo que lo que hice fue ir con Ernesto, un viejo amigo de la universidad que abandonó la carrera de Letras Hispánicas para dedicarse a la crianza de chihuahueños. Al menos un perro apaciguaría los ánimos de Ana, pensé. Lo que nunca pensé sería que la maldad estuviera en un perrito de esa raza… el cine y la literatura de terror nos han enseñado que un perro diabólico es un Rotweiller que cuida al anticristo, o un San Bernardo con rabia que acosa a una mujer encerrada en un coche con su hijo y se llama Cujo, pero jamás un perro chihuahueño. Ernesto me mostró los cachorros a la venta y me dijo que había uno muy especial: era negro con ojos rojos, y su madre había sido embarazada sin copulación. Le pregunté, con un tono sarcástico y sin reprimir una carcajada, si era como la Virgen María, y Ernesto me respondió con absoluta seriedad que sí y a la vez, que no. Que el cachorrito era un maldito. Para empezar, se había comido a su propia madre y con su patita dibujaba estrellas invertidas de cinco puntas y cruces invertidas. En fin, eso bastó para que me enamorara del perrito. Cuando le pregunté a Ernesto cuánto le debía, me dijo: Nada, es gratis, llévate al pinche perro ya y que nunca regrese, por amor de Dios.
Ana recibió al perrito con una sonrisa en el rostro. Era una admiradora de Sir Arthur Conan Doyle, de modo que lo bautizó como Baskerville. Por favor, no me eches en cara la ironía del nombre. Por favor.
Durante la primera semana me di cuenta que haber adoptado a Baskerville fue un error. El perro era verdaderamente malvado. Una mañana lo paseábamos por el parque, y sometió a un Gigante de los Pirineos con el fin de sodomizarlo. Después comenzó a morderle el estómago hasta devorarle las entrañas, delante de unos niños que jugaban a las traes y un anciano que daba migajas de pan a unas palomas. Con un falso gesto de indiferencia, le pregunté al dueño del Gigante de los Pirineos cuánto le debía por la gracia de mi perro. Me cobró mucho.
Y eso no era todo: como si no bastara con los actos de maldad disfrazados de travesura de Baskerville, en la casa de interés social que habíamos comprado Ana y yo con tanto esfuerzo, comenzaron a suceder fenómenos paranormales. Las puertas y ventanas se azotaban, las luces se encendían y apagaban por si solas, la temperatura descendía a tal grado que en pleno verano debíamos usar chamarra, gorro y orejeras y lo peor de todo: Baskerville robaba tizas de mi escritorio para dibujar símbolos satánicos en el suelo. Después aullaba y frente a él aparecían esferas de fuego que yo debía apagar con un extintor. El chihuahueño se ponía furioso cuando yo escuchaba mis discos de Paul Mc Cartney. Solía morderme los tobillos y defecar en mis posters con la cara del pobre ex Beatle. Para que Baskerville estuviera contento, tuve que tirar mi colección a la basura. Lo hice mientras tarareaba Live and let die y una lagrimita se me escurría por la mejilla.

Con el fin de aplacar los fenómenos paranormales, decidimos llamar a un sacerdote, a una santera y a una médium. Ninguno de los tres fue del agrado de Baskerville. El primero perdió un dedo de una mordida, la segunda no se atrevió a poner un pie en la casa en cuanto miró los ojos rojos del chihuahueño y la tercera nos dijo que había una presencia maligna en la casa, que debíamos matar al perro si queríamos continuar con nuestra vida. Lo cierto es que para mí, un humilde profesor de Física de escuela secundaria, las cosas jamás volverían a ser las mismas. Ana estaba desarrollando un vínculo muy íntimo con Baskerville. Salían a pasear juntos (que quede claro que no dije “sacaba a pasear al perro”… no. Salían a pasear jun-tos.) y veían películas sobre perros maléficos jun-tos, y vaya que había una amplísima oferta: Cujo de Stephen King; el Rotweiller que aparece en La gente detrás de las paredes y el de La profecía; Zoltan, de El sabueso de Drácula, un miserable desperdicio de celuloide; y el clásico kitsch: Devil dog: The hound of hell. Aunque no hay que pensar en absolutos: también adoraban a Frank, el Pug de Hombres de Negro. Era muy molesto cuando llegaba a la casa, después de un arduo día de impartir clases y explicar sobre la estructura del átomo a un hatajo de pubertos maleducados, y ver a Ana sentada en mi sillón, mientras acariciaba al perro en su regazo y cantaba:
—Tu tu tu tu ru Chihuahua, tu tu tu tu ru Chihuahua, Tu tu tu tu ru, Chihuahua... ¡Ohhh, Chihuahua!
Cuando quise contactar a Ernesto, ya no respondía mis llamadas. Seguramente sabía la clase de bestia que había dejado en mis manos. Una bestia que poco a poco arruinaba mi matrimonio. Cada vez Ana se hacía más distante, más fría, mientras que se encariñaba con el maldito perro. Ya no dormía con ella… me había mandado al sofá de la sala y después, a la casita del perro, que era demasiado pequeña para que yo cupiera. Por las noches, cuando Baskerville se acercaba a mí, me observaba fijamente con sus ojos rojos, y al momento de ladrar, se escuchaban frases en latín con una voz cavernosa, como la que describen los grimorios:
Potemtum tuo mondi de Inferno, et non potest Lucifer Imperor
—Baskerville… ¿Qué no deberías de decir “guau”?
—In nostri terra Satan imperum in vita Lucifer ominus fortibus
—Buenas noches —decía entre bostezos, mientras me acomodaba en la casita donde Baskerville nunca durmió y él regresaba a la habitación, con mi mujer.
Mi trabajo como profesor de Física iba en declive. Cada día que pasaba los alumnos me perdían más el respeto. Una vez, reprendí a un alumno con el típico cliché de maestro achacoso y amargado: Al menos mis padres no me mandan aquí a calentar el asiento. Y el alumno, poseído por una voz demasiado ronca para su edad, e idéntica a la que emitía Baskerville cuando hablaba en latín, me dijo: Al menos a mí un chihuahueño no me está quitando a mi esposa. Después, se sentó en su pupitre, totalmente desconcertado, como si hubiera despertado de un trance hipnótico. Poco a poco me fui acostumbrando. Yo, el profesor Elías Godínez, estaba pasando por una experiencia de película de Wes Craven, con animación de Walt Disney y guión de John Waters.
Me acostumbré a perder el respeto de mis alumnos, a perder el respeto de mi esposa y a que cada que llegaba a casa Baskerville me gruñera y quisiera arrancarme un dedo de una mordida.
Una tarde las cosas empeoraron. Ana estaba verdaderamente feliz. Bailaba por toda la casa, cargando a Baskerville, quien a diferencia de los perros de su raza, no estaba atemorizado o furioso porque una mujer lo cargara y lo sacudiera de un lado a otro, sino que se encontraba igual de contento que ella.
—¿Qué crees, amor? —. Dijo Ana, pero ni siquiera me miró a los ojos. Estaba anonadada contemplando a Baskerville—. ¡Vamos a tener un bebé! ¡Por fin!
No dije una sola palabra. Mucho menos quería pensar en el alcance que tenían los poderes sobrenaturales del animal. Me senté en el suelo de la cocina y empecé a comer croquetas en mi plato, que anteriormente decía Baskerville y ahora, Elías.



Publicado en la gaceta de lectura 1 de revista Propuesta #185

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