2025-12-05

No Joy firma con Bugland su obra más mutante y visionaria hasta la fecha


Hay discos que se escuchan y discos que se exploran. Bugland, la nueva travesía de No Joy, pertenece sin duda a la segunda categoría. Más que un álbum, es un bioma: un territorio sonoro donde las reglas del género se derriten, se recombinan y vuelven a aparecer transformadas, como insectos fosforescentes saliendo de un tronco en descomposición. De la mano de Jasamine White-Gluz y la visionaria Fire-Toolz, este proyecto no es simplemente una colaboración, sino una simbiosis evolutiva, un organismo doble que respira en patrones propios.

Las llamadas Bugland seshies —retiros creativos en entornos boscosos y aislados— funcionan como mitología fundacional del álbum. Ambas artistas, con la consigna de crear sin restricciones y sin la vigilancia del ego, abrieron una grieta dimensional donde la estética de los 80, el shoegaze granuloso y la electrónica fractal encontraron un punto de fusión inesperado. Bugland suena como si un documental de National Geographic hubiese sido hackeado por la portada ciberpunk de una revista underground: naturaleza y glitch, raíces y hologramas, belleza y ruido en un mismo cuadro.

El viaje comienza con “Garbage Dream House”, un tema que captura la energía expansiva del britpop más ingenuo —Blur, Stone Roses—, pero le quita el artificio y deja solo su esencia febril y luminosa. En lugar de nostalgia, hay una suerte de renacimiento. Fire-Toolz aporta aquí un diseño sonoro que es pura alquimia: capas de distorsión amable, sintetizadores que respiran como criaturas acuáticas y un brillo digital que envuelve sin sofocar.

Pero el espíritu auténtico de Bugland está en su capacidad para unir elementos incompatibles sin perder coherencia. El saxofón salvaje al estilo Fun House en el cierre “Jelly Meadow Bright” convive con pads ambientales que podrían sonar en un spa futurista; guitarras shoegaze bañadas en reverb coexisten con IDM granular que evoca a Boards of Canada y Autechre; y, aun así, el álbum jamás suena disperso. Es un caos refinado, un laboratorio emocional donde cada textura parece colocada con una intención quirúrgica.

White-Gluz, en uno de sus momentos más inspirados, saquea la memoria del pop noventero —la espiritualidad luminosa de Ray of Light, el dramatismo alt-rock de Garbage, la densidad melódica de My Bloody Valentine—, pero no para repetir fórmulas: las metaboliza, las desarma y las reconstruye en un nuevo idioma. Bugland es promiscuo en influencias, sí, pero jamás imitativo. Es un álbum que se comporta como un organismo vivo, creciendo y mutando con cada escucha.

En una época ansiosa por clasificarlo todo, No Joy y Fire-Toolz presentan una obra que responde con una vibrante negativa: Bugland no quiere pertenecer; quiere seguir transformándose. Y en esa transformación radical, encuentra su mayor triunfo.


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