2012-08-23

El futbolista

Pedro Antonio García

Aún era domingo. Esteban estacionó el automóvil y entró en la pensión. Subió las escaleras hasta el quinto piso. Recorrió un pasillo lleno de puertas iguales que le condujo hasta donde habitaba su hermano mayor. Caminó con los brazos cruzados, pero con cautela, porque la única iluminación era la de los televisores brillantes e intermitentes debajo de las puertas. Se detuvo. Dudó. Corroboró el número. Antes de llamar escuchó ronquidos en el interior; los recordaba idénticos. Respiró hondo y con los ojos cerrados. Al sacar el aire le tembló el labio inferior. No se animaba a despertar a su hermano, pero tenía que hablar con él.
Esteban tocó la puerta. Nada. Volvió a tocar. Nada. Entonces golpeó con mayor fuerza y no se detuvo sino hasta que dejó de escuchar los ronquidos.
-¡Soy Esteban, ábreme!
La puerta se abrió. Dentro no había más iluminación que afuera. También el televisor estaba encendido, pero era todo.
-Pasa.
-¿A qué huele?- Preguntó Esteban, mientras buscaba dónde sentarse.
-No sé, a nada.
-Te estuve llamando.
-¿Sí? Olvidé el celular… en la fábrica.
Esteban encontró un banco. Retiró la ropa que había sobre él y la puso en el suelo, a lado de más ropa sucia. Se sentó.
-¿Cenaste ya?- Le preguntó su hermano, al tiempo que abría un refrigerador vacío. La iluminación aumentó un poco.
-No tengo hambre, gracias.- Respondió Esteban, mientras recordaba que no había comido, ni mucho menos cenado.
-¿Y una cerveza?
-No, gracias… ¿café?
-Podemos ir abajo.
-Agua, un vaso con agua estaría bien. Gracias.
-No hay problema.
-¿Y todas esas latas?, ¿eran cervezas?
-¡Celebraba! ¿Te acuerdas qué día es hoy?
Esteban permaneció en silencio.
-Ahí tengo la fotografía, junto al banderín, ¡mira!- Dijo al descolgarla. La miró risueño y luego se la entregó a Esteban.
La foto se veía vieja, pero se apreciaba a un joven atlético, de uniforme y aún con pelo, que en cuclillas sonreía confiado mientras se apoyaba en un balón de futbol. Esteban miró la foto y luego miró a su hermano. Había pasado tiempo.
-Es justo antes de la final, Esteban ¿te acuerdas? Hace ya doce años. ¡Qué gran día fue hoy!
-Me acuerdo.
-Ya sé que te lo he dicho antes, pero no me lo quito de la cabeza. Tengo razón, no debí estudiar, debí seguir. No hacerle caso a papá y seguir.
-No vuelvas a eso. ¿Cómo te está yendo en la fábrica?
-Pero tengo razón, ¿o no la tengo?
-La tienes, la tienes; pero por favor, en serio, no empieces. No venía a...
-¿Empezar qué? Tengo razón ¿qué iba yo a empezar? Tú estudiaste, tienes a tu mujer y a los niños, te fue bien y me alegro. Lo sabes, ¿no? Pero yo tenía todas esas propuestas y contratos y no quería estudiar, ¡me negaba! Pero ya ves: estudié, y luego la fábrica. Me hubiera ido bien, ¡estoy seguro! Hubiera sido una estrella.
Esteban no se animaba a interrumpirlo, pero tenía que hablar con él.
-¡Qué jugador nos perdimos, Esteban! ¡Qué jugador! ¡Todos coreaban mi nombre desde la tribuna! ¡Mi nombre! Y cómo nos divertíamos entonces… ¿Te imaginas que me hubiera casado con Belén? ¿Recuerdas a Belén, no? ¡La actriz! ¡La que estaba buenísima! ¿Te acuerdas? ¡Vaya puta! Cómo me hubiera hecho sufrir y cómo la odiaban todos ustedes.
Esteban asentía, no quiso contradecirlo.
-Y pese a todo, aunque pienses que es tarde, y lo es, aún lo tengo. ¡Esteban, todavía lo tengo!
-¿Cómo?
-Sí, sí, el toque. Todavía tengo el toque.
-Papá murió.
Ambos hermanos se miraron en silencio. Respiraban trabajosamente. Luego dejaron de verse y terminaron por bajar la cabeza. Permanecieron así, sin decirse nada, hasta que Esteban volvió a hablar:
-Un infarto, saliendo de casa, rumbo a misa.
-No chingues, ¿y ahora?
-Tranquilo, todo está arreglado.
-Esteban, tú por lo menos tienes un nombre.- Se llevó las manos al rostro mientras se desplomaba sobre el sofá y todo lo que había encima.
Se levantó uno, luego el otro. Se abrazaron en silencio. Ninguno lloró.
-Busca un traje negro o algo que sea oscuro. Te llevo.
-¿Es muy tarde?
-Apúrate.
Ambos hermanos descendieron las escaleras de la pensión y abordaron el coche. Iban muy serios y sin decirse nada. Tomaron la carretera, rumbo a la ciudad, donde sería el velorio de su padre. Afuera hacía frío y estaba oscuro. Era el comienzo de un nuevo día.
Publicado en la gaceta de lectura nº 0

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