2012-08-24

El último habitante del planeta

Rodolfo García Portillo

Basado en la composición de Nacho Mastretta:
El último habitante del planeta.


El último habitante del planeta se miró al espejo y se tomó su tiempo. Caminó de cara al viento, entre arenas, pastos y avenidas. Confundido, se aferró del vértice donde yacen la sanidad y la locura. Después miró sus manos blancas y palpó las líneas que de ellas nacían; una fina arena salía de ellas y, lenta, mezclaba dulces tragos de cantos y diretes en los inmóviles charcos de la lluvia del estío. Rebosante de embriaguez, el muchacho solitario se echó a andar mientras mostraba, sonriente, dos grandes dientes de perla, frente a un escaparate que le seguía el paso con pupila octagonal y párpado de marquesina. Se detuvo después de un rato para descansar. Sentado bajo la sombra llorona de un sauce, admirando la vastedad de la ciudad a lo lejos. Estiró la mano para buscar algo en su bolsillo y encontró un par de boletos para el cine. Estaban sucios, arrugados, amarillentos, y al verlos, sintió que su deber era llegar pronto a la función, no había tiempo que perder. Anduvo, entre autos grises y vacíos, camiones amarillos que murmuraban infantiles y risueños. Atisbó edificios y casas que desbordaban sueños olvidados desde sus ventanas. El cine asomaba solemne sobre un andador de palmeras que bailaban un tango fantasmagórico, contoneándose al son del silbido del viento. Llegando al cine se tomó la libertad de admirar el edificio, la entrada era guardada por dos leones de piedra que bostezaban al unísono, y la alfombra roja serpenteaba incitante, como una lengua que endulzaba los oídos con la memoria de las cintas viejas. Entró casi flotando, hipnotizado. Faltaban dos minutos para la función, y los boletos en su mano leían Faux Pas. Buscó la sala, y entró. Se detuvo en la parte baja, y se apresuró a tomar el lugar más cercano al proyector. En unos segundos el parpadeo luminoso indicaba el comienzo del la película. Ésta mostraba a un hombre desnudo, sentado, con las piernas sobre el pecho, tomándolas con un brazo y mascullando iracundo aparentes series numéricas. El hombre miraba por la ventana del cuarto obscuro, por donde se apreciaba una montaña de chatarra metálica, iluminada por la luz de un fuego monstruoso. El último habitante del planeta, aburrido, cayó presa del sueño profundo, y cuando despertó, pudo ver como la cinta en el carrete se quemaba desde su centro hacia sus orillas. Sintiéndose un poco menos vivo que antes, con angustia, salió del recinto. Acto seguido miró hacia el cielo, que estaba plagado por las nubes que lo acechaban, precipitándose en lentas orgías de algodón cromado. En lo alto, por donde nadie nunca pasa, un ave de gran tamaño volaba en dirección al este. Decidió seguirla. Era veloz, y él apresuraba el paso cada vez que el ave aceleraba, y lo disminuía cada vez que fuese necesario. Corriendo a toda velocidad debajo de ella, persiguiendo la sombra que se dibujaba en el piso, se dio cuenta de que aquel enorme animal descendía en dirección a él. Asustado corrió más aprisa, pero el ave lo había tomado ya por los hombros, clavándole las garras, haciéndolo sangrar. Habían alcanzado una altura bastante considerable, el ave presionaba sus clavículas. Pudo ver que su sangre caía en enormes gotas, que al tocar el piso se figuraban en números: 10... 9... 8... 7... el pavimento se había convertido en el verde de las copas de los árboles, que se pintaban de rojo al contacto con su sangre, 6... 5... 4... la rapidez del ave se incrementaba constantemente, 3... 2... 1... se hallaban ya sobre la playa, y a lo lejos sobre la arena, un pequeño conejo blanco olfateaba curioso, estornudando enormes cantidades de arena, CERO. La palabra se escribió sobre la arena, y el conejo quedó encerrado en el círculo que formaba la última letra. El ave se detuvo sobre aquella escena. Con pasos cortos e inocentes, el conejo se acercó y olfateó la sangre. En ese momento, el ave aflojó sus garras, dejando caer al muchacho sobre aquella escena. Mientras caía, vio a sus piernas encogerse; el conejo en la playa se hacía enorme, y lo miraba, olfateándolo con su gigantesca nariz. La caída comenzó a hacerse eterna. El último habitante del planeta se hallaba ahora en la nariz del conejo, sumergido en su mucosa hasta las rodillas. Un viento malévolo lo empezó a succionar hacia adentro; se detuvo. El conejo estornudó, arrojándolo a la orilla del mar. Se puso de pie y sacudió la cabeza. El sol se fundía con la noche. El agua, que llegaba hasta sus tobillos, trajo algún objeto sólido que le golpeó la pierna. Se apresuró a recogerlo. Era una botella de vidrio, cerrada con un corcho de cera. El corazón del joven martillaba su pecho con rapidez. Una sonrisa se dibujó en su cara. Impaciente, abrió la botella y sacó la hoja deteriorada. Doblada perfectamente y con los bordes algo quemados, mostraba un mensaje que leía:
El espejo es hoy mi mejor amigo.
Búscalo al fondo.

Era un obsequio. Se apresuró a romper la botella contra una roca. Tomó el espejo y apreció el horizonte… miró la botella y la rompió para tomarlo del fondo... allí estaba... seguro de que efectivamente, éste era un gran obsequio.

Publicado en la gaceta de lectura nº 0

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