2016-10-14

Secuencia uno

David Rubio Esquivel

Ocurrió un lunes por la mañana y, al ser mi primera vez, no supe cómo reaccionar. Recuerdo haber tenido ganas de salir de clases temprano y enfocar todas mis fuerzas a llorar a moco tendido. No perdía a cualquiera, la perdía a ella, a quien tanto tiempo me había tomado conquistar. Los dos meses que duró nuestra relación no compensaban el año que me había tomado darle el primer beso. Me sentía traicionado, no tanto por ella como por mí mismo. Había perdido tanto tiempo en perseguir algo que se me iba de las manos con la misma velocidad con la que llegó.

Ni siquiera intenté hablar con ella, no pude; iba preparada, con argumentos desenvainados, lista para atacar. En su ataque, sin embargo, me di cuenta de algo importante: lo que me dolía no era tanto el hecho de no estar con ella como el de sentir que me habían robado. Me sentía desposeído, asaltado, como si alguien hubiera hurgado en lo más hondo de mis pantalones y se hubiera topado con cada una de mis pertenencias. No me faltaba nada, pero lo que me faltaba realmente le ganaba en importancia a todo lo que tenía.

Pese a mis ganas de abandonar todo, intenté llevar un lunes normal: estuve en la escuela hasta tarde, leí un par de libros de poesía y hasta comí como habitualmente suelo hacerlo. Mis amigos me miraban a distancia, como cazadores contemplando un venado herido al que jamás fue su intención hacerle daño. Se secreteaban cosas que sabía que si les preguntaba no iban a decirme por temor a hundir en mi carne la bala que me laceraba el corazón sin matarme.

Ella, por otro lado, parecía haberme olvidado rápidamente. La ruptura parecía no haberle perturbado, y eso me hacía sentir aún más miserable. Deseaba verla sufrir por mí como yo lo hacía por ella; ser como una pareja de venados heridos que se tienden en el bosque a lamerse las heridas mientras los cazadores contemplan con horror y ternura el cierre de ciclo de dos vidas que se complementan.

Pero eso no ocurrió.

Escribo esto dos semanas después del fin de ciclo. Por la mañana encendí el televisor y, como habitualmente me pongo a hacer cuando no tengo nada que hacer, me he puesto a ver documentales. Casualmente, entre aquel que hablaba de la migración de los gansos y otro sobre las crías de tiburón, han puesto uno sobre la caza de venados en Norteamérica. En la pantalla, la cámara y la tranquila voz en off del narrador documentaban la vida de una apacible familia de venados. El padre era abatido a balazos y la madre, en vez de quedarse a su lado, escapaba velozmente de quien fuera su compañero de vida.

Perra, pensé mientras se me saltaban las lágrimas de los ojos.


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