2013-03-10

Carlos Barbarito, Cenizas del mediodía, Premio Praxis 2010


Juan Antonio Rosado.

Sólo la mirada del poeta percibe las realidades tras la realidad. No busca: descubre y encuentra. Su arte no es el del prestidigitador (evoco aquí la crítica que Alejo Carpentier formuló contra los surrealistas, muchos de los cuales, ya lejos de la poesía, se dedicaron a buscar «encuentros fortuitos» —con Lautréamont como modelo—, de forma mecánica, como el artesano que repite doscientas veces un modelo con escasas variantes). El arte, en cambio, es único, insustituible. Desde la subjetividad donde se aloja un mundo, emerge la palabra esencial que nombra objetos, emociones, tiempos, personas: el universo conocido e imaginario como no se había nombrado antes. ¿Dónde radica la poesía? En todos lados y en ninguno. Es el poeta quien la descubre y a veces la expresa, ya sea por escrito, ya en la misma contemplación. La poesía se capta, se siente, se atestigua. Luego se expresa con las limitadas e inexactas palabras. Cuando se ha ejecutado esta última operación, la poesía viaja a través del oído porque no fue concebida para leerse, sino para ser escuchada. Por ello nació y creció con la música.

Entre los poetas argentinos actuales, Carlos Barbarito (1955), autor de más de veinte libros, es uno de los testigos de la poesía. Desde el mundo alojado en su subjetividad, emerge la voluntad de expresarlo por escrito. Su último poemario, Cenizas de mediodía, publicado recientemente en México, se inicia con una despedida: «Adiós a un sueño, no se hace/ en la piedra el Paraíso, no hay espacio para el fruto”». Los versos se resisten a proporcionarnos un sentido unívoco en las imágenes y elementos que se aglutinan como símbolos de lo que fue y ya no es: «Adiós al pan, al sabor de otra boca/ en la boca propia» o «Adiós a la topografía, al número primo,/ a la balanza, a la señal en el cielo o la tierra». El yo lírico se dirige a un tú, a un otro ausente, a quien —si viera su rostro— lo creería mancha, error de un supuesto plan. Las cenizas se expanden y poco a poco el lector va uniendo cabos: «Todo comienza cuando no hay perdón», pero también cuando no queda follaje y «sólo nos miran los animales, las estrellas».

La aguja en lugar del abrazo... y la dulzura como imposible. ¿Qué somos finalmente? «Cenizas de un fuego antiguo/ y anónimo». El poeta, como Orfeo, habla y pregunta hacia el dominio de lo subterráneo para rencontrar al otro, pero sólo le responde el consuelo, «que vale menos que una hoja seca». Los poemas, en general, son las imágenes desde una conciencia cuya lengua, extranjera, traduce la acumulación de cenizas del mundo. Y entonces, el árbol sombrío ¿cobija acaso la inocencia, la «santidad»? La violencia irrumpe en la ciudad y causa división. El tiempo y el movimiento acuden al vacío y surge un lenguaje que conocen los raros animales, los muertos y el poeta. Tal vez este último y el niño sean los únicos que se extravían en el agua, pero hay una diferencia: el primero «se cierra con su secreto», mientras que el segundo lo entrega cifrado, ambiguo, múltiple: la realidad tras la realidad, ¿es acaso la ceniza? Este elemento es quizá símbolo de la muerte sin fin que segundo a segundo experimenta la conciencia. Carlos Barbarito nos introduce en una galería donde representa esa conciencia porque sus sentidos no le alcanzan para saber «qué nos mata/ o nos salva, cuál es el destino real del largo viaje». Ante el misterio, el abismo se ensancha y la palabra es también insuficiente. Incluso «quien almuerza en el perfecto festín/ invoca a las cenizas».
 Para Henry Miller, el escritor nunca es dueño del sentido total de sus creaciones: «El punto de vista del autor —afirma— es sólo uno entre muchos, y la idea del significado de su propio trabajo se pierde entre el oleaje de otras voces. ¿Conoce él realmente el sentido de su propia obra como cree? Yo más bien creo que no». En su conjunto, el poemario de Barbarito aspira a ser releído: no nos otorga todo su sentido (¿qué buena obra literaria lo hace?); es susceptible de distintas interpretaciones y ahí radica la complejidad de su partitura.

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