Allan Usiel Cerberus
Está lloviendo, el agua corre por las viejas calles y el sol le niega su luz a la ciudad. Sin importar que tan grueso sea mi abrigo, no puedo evitar empaparme por completo; puedo sentir la humedad en mi costado. Apresuro el paso, se llenan mis zapatos de lodo e intento refugiarme bajo una marquesina que anuncia buenos precios.
El cielo parece descargar su ira contra la humanidad malagradecida; la lluvia arrecia y el viento amenaza con arrancarme el sombrero.
Miro el reloj impaciente, como si verlo con insistencia pudiera hacer que las manecillas incrementaran su velocidad, cuando marca las seis con trece, percibo ese suave y delicioso aroma a tierra mojada. Recuerdo mi infancia; hace muchos años (en realidad son menos de los que recuerdo), cada viernes mi padre me llevaba a los campos de fresas, siempre llegábamos justo después de que regaban, recogíamos los frutos mas grandes y nos sentábamos en el cofre rojo de su Dart 73 a disfrutar del atardecer, de las fresas y del olor a tierra mojada. Ese olor me provocaba tanta felicidad, pero ya no más.
Estaba nervioso, mi primer día en un nuevo trabajo, me sentía tan ajeno en esos pasillos interminables, sentía cierto temor, y desesperación, por eso no noté que una chica, con la mirada clavada en papeles entre sus manos, se dirigía hacia a mí. Claro, ella tampoco me vio.
Más o menos mido veinte centímetros más que ella, al momento de chocar su rostro golpeó mi pecho y mi nariz fue asaltada por la fragancia de su cabello, mejor por mucho que la tierra mojada, qué bien olía su negro cabello rizado que formaba infinitos espirales alrededor de su rostro. Se disculpó sin prestarme atención, recogió sus papeles y continuó su camino. Minutos después descubrí que, para mi suerte, su cubículo estaba cerca del mío, y cualquier pretexto era bueno para ir hasta donde ella, acercarme lo suficiente y aspirar el aroma de su cabello con disimulo.
Meses adelante olía a tierra mojada, el camino a la parada de autobuses era distante y decidimos esperar que parara la lluvia. Platicamos, reímos un poco y nuestras miradas se cruzaron, enseguida silencio total, pero no un silencio cualquiera, era uno de esos silencios previo a un beso, ambos lo sabíamos, pero ninguno se atrevió a impedirlo, nos acercamos cautelosamente hasta que nuestros labios se unieron en un momento, mientras mis dedos recorrían delicadamente su cabello. Olía a tierra mojada, igual que hoy.
Los rápidos autos pasan salpicando a todo aquel que se descuida, a lo lejos, el incansable viento sacude con furia los altos pinos, la oficina del jefe olía a pino, especialmente aquella vez; me llamó para darme la noticia: me promovieron, ganaría casi el doble, pero tenía que mudarme a otro estado.
Sus ojos se humedecieron, era clara su tristeza, pero no me permitió rechazar el acenso, dijo que no debía desperdiciar la oportunidad, que me amaba demasiado para privarme de algo así. Tenía razón, la abrazo con una fuerza que no creía tener y prometo visitarla a cada oportunidad, prometo serle fiel a pesar de la distancia, prometo no dejar que lo nuestro se acabe.
Una fresca mañana me despertó un intenso olor a gladiolas que me puso de muy buen humor, llamé al trabajo para reportarme enfermo, compré un ramo de rosas, y me dispuse a sorprenderla con una visita no anunciada. A unas cuantas calles de su casa las nubes desataron un violento aguacero, pero nada me detendría para ir a su encuentro, para sentir sus labios, para inhalar la esencia de sus obscuros bucles.
Debí avisar que venía, obviamente no me esperaba; sus manos recorrían efusivamente la espalda de un tipo cuyos dedos acariciaban los anhelados rizos negros. Olía a tierra mojada, igual que hoy.
A la distancia distingo un local abierto y me encamino a su interior, no soy el único que busca refugio de las precipitaciones, a la panadería han llegado algunos que prefieren secas sus cabezas. Se retiran poco a poco conforme la lluvia se apaga y cuando ha obscurecido sólo estoy yo mirando fijamente los panquecitos.
- Te gustan bastante los panquecitos ¿eh?
- Me gusta su olor.
- Soy Natalia-. Sonríe mientras extiende su mano.