2013-03-08

El hijo pródigo

Jessica Arreola Cervantes


Sábado, cinco de la mañana. No he parado de conducir desde que salí del motel. El medidor de gasolina indica que necesito más, a lo lejos veo una gasolinera.
- Buenos días, a sus órdenes.
- ¿Acepta tarjeta de crédito?.
- Sí.
- Perfecto, necesito la cuenta del desayuno desglosada, cargando lo del tanque en una sola factura… ya sabe, viáticos. ¿Se puede?
- Por supuesto
- En ese caso una hamburguesa por favor.
Después de tantas hambres, la grasosa carne sabe a gloria. Lo recuerdo todo, banquetes de rey en Marruecos, champaña repartida en todas las mesas todo a mi cuenta. Finalmente el tanque está lleno. La carretera ahora es un imán, se escuchan maldiciones, quizá un disparo.


Atardece. El camino parece familiar, kilómetro a kilómetro. Reconozco a distancia los campos de manzanos donde solía robar con mi hermano. Aparco, mientras muerdo la manzana recuerdo el trabajo que me salvó de morir de hambre. ¡Quién me viera en la porqueriza!, un día cenando de lujo al otro arruinado; robando a los cerdos su comida en ese criadero. Ahora estoy en casa y me siento mejor por ello. La risa que tendría ahora mi hermano, felices enterrábamos tesoros debajo del árbol que marcó mi padre con nuestros nombres. Llevo algunos frutos a casa para no llegar con sólo el mal olor de días de viaje.


Anochece. Todo sigue igual, el buzón con el periódico, la comida para el gato, el olor de la cena de mamá. En este momento no sé que decir. Sólo quiero abrazarlos, es lo único que deseo. Toco la puerta.
- ¡Hermanito!
- Vaya, vaya, el desaparecido.
- No me digas nada, sol…
- ¡Hijo!
- ¡Mamá!
- Ven, siéntate con nosotros.
Mi padre tras la mesa agita el café con la cuchara.
- Perdóname, tenías razón.
Sube su mirada y mientras sonríe dice:

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